9 de noviembre de 2011

Viciosos del Mundo

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Viciosos del Mundo – Capitulo 1
Relatos de un día a día 
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Como bien sabrán, trabajo para una empresa multinacional, en donde lo que hacemos todo el día es poner una etiqueta a los productos que se venden. Si, como leyeron bien, poner una mísera etiqueta de papel auto adherible a una caja con contenido dudoso.

No sé bien en qué momento de mi vida llegue a este sitio. Mi madre lo decía, ella tan sabía como siempre: Sigue por ese camino, lo único que te dejará será una vida miserable, por no decir que monótona. Y qué razón tenía ella, madre de dos hijos tenía que ser. Era increíble ver la manera en que las personas a mayor edad, consejos más sabios daban.


Nunca imagine que sus palabras retumbarían en mi cabeza, hasta el día de hoy, donde me veo envuelto en un espacio de no más de un metro cuadrado, sobre una larga mesa de madera, con miles y miles de cajas pequeñas que llegaban por aquella banda transportadora. Había de todos los tamaños, chicas, medianas y grandes, eran para todos los gustos, si algo era de celebrar en aquella empresa, era la no discriminación hacia el personal que contrataban; blancos, morenos, de ojos azules, altos, chaparros, gordos o flacos, existía de todo.

La mujer que se sentaba a mi lado desde las siete de la mañana día a día, parecía ser una mujer normal. Su cabello dorado pintaba algunas canas, la edad se podía ver reflejado en su rostro, sin embargo cada mañana saludaba a cada uno de los compañeros de trabajo, desde que pasaba al checador perforando su tarjeta, hasta que tomaba asiento justo al lado mío. La clase que desbordaba aquella señora era digna de admirar. Siempre tan pulcra y elegante, vistiendo sino sus mejores prendas, sí algo que la hiciera ver bien. Alguna vez la había escuchado decir: Podremos trabajar como obreros, pero la clase y el porte nunca se deben perder.

Sin embargo, no todos eran como aquella señora con la que me gustaba trabajar. Alrededor nuestro existían un sinfín de mesas, nunca las había contado, pero al parecer eran quince mesas más. En cada una de ellas se podía observar lo que aquí llamaríamos “la crema y nata de la sociedad”. Peinados estrafalarios, perforaciones sobre las perforaciones, tatuajes que más que un arte eran una barbaridad.

El sonido al despegar la etiqueta era la melodía repetitiva que todos percibíamos en aquella gran bodega, aunque en algunos ratos, la voz de la señora, dulce y apasible de glamurosa presencia, retumbaba en mis oídos con sus pláticas por más entretenidas, parecía haber tenido una vida exquisita.

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